El drama de las trabajadoras domésticas en cuarentena

Imagen de referencia tomada de Infobae.com

Una crónica que muestra las dificultades por las que están atravesando las trabajadoras domésticas.

Por Ricardo Aricapa Ardila

El 30 de marzo de 1988 tuvo lugar en Bogotá el Primer Congreso de Trabajadoras del Hogar. Por ello esta fecha quedó instituida como conmemorativa del Día Internacional de las Trabajadoras del Hogar, con la intención de reivindicar cada año los derechos de este sector de la sociedad, compuesto en su mayoría por mujeres empobrecidas y discriminadas.

E irónicamente, la fecha cae en un momento en el que las trabajadoras domésticas, que en Colombia se calculan son unas 700 mil, viene a ser uno de los sectores más golpeados por la emergencia del Covid-19. Prácticamente se les acabó su trabajo y quedaron en un limbo de zozobra, como lo ilustran en esta crónica Rosa Beltrán y Digna Murillo. Dos casos apenas, pero ilustrativos de lo que, en general, está ocurriendo con el empleo y las vidas de estas mujeres.  

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Las cuitas y los temores de Rosa Beltrán

Rosa Beltrán es bogotana, tiene cincuenta años, los últimos quince en el servicio doméstico, oficio que cogió cuando “partió cobijas” con su esposo, inicialmente como escampadero laboral porque tras la separación quedó con la necesidad imperiosa de trabajar. Después se le convirtió en proyecto de vida.

Rosa vive en Bosa, localidad del Distrito de Bogotá, sola con su padre, un señor de 70 años, hipertenso, con discapacidad para caminar, lo hace con muletas, a quien ella cuida. De su casa sale a las seis de la mañana a hacer oficios en el barrio que ese día le toque, porque todos los días va a una residencia distinta, incluso los sábados. Tiene el mejor estado laboral para una doméstica que trabaja por días: toda la semana copada.

Es decir, Rosa es cuidadora de tiempo completo: de día cuida familias en casas ajenas y de noche y días festivos cuida a su papá. Ahora más que nunca –subraya–, porque por su avanzada edad éste se encuentra en la primera línea de fuego del coronavirus.

Era cuidadora de familias ajenas, porque ahora solo cuida a su papá y se cuida a ella misma. Desde el jueves de la semana antepasada, cuando la Alcaldesa Claudia López decretó la cuarentena pedagógica en toda Bogotá, que cuatro días después por decreto presidencial se volvió obligatoria en todo el país.

Rosa entonces no solo quedó en confinamiento, sino que el filo de la guadaña del coronavirus le mochó de un tajo todos sus empleos. Uno a uno sus patrones la llamaron para decirle que dada la situación de fuerza mayor no volviera a trabajar por el tiempo de la cuarentena. En todos los casos le garantizaron que conservaría su empleo una vez pasara la emergencia, pero de plata nada le mencionaron. O sí, pero para decirle que los días no laborados no se los pagaban.

A todas nos mandaron para la casa, sin plata, defiéndanse como puedan. Si ahorraron bien, o sino de malas”, dice Rosa, haciendo extensiva la amargura a sus compañeras de oficio, con quienes permanentemente se comunica por WhatsApp. Tiene muchas amigas, o al menos conocidas, por Sintrahin, el sindicato de trabajadoras domésticas con sede en Bogotá, al que se afilió hace dos años y al que le debe todo lo que sabe sobre sus derechos como trabajadora doméstica.

“Solo una de las patronas, la del martes, aceptó pagarme el día así no fuera a trabajar. Muy querida me parece esa señora. Afortunadamente el maldito coronavirus me cogió sin deudas, o si no sería peor”, anota Rosa.

Tiene un millón de pesos ahorrado, que quién sabe hasta cuándo le dure, lo tendrá que hacer durar. También cuenta con la pensión de jubilación de su papá, quien vive con ella bajo su entero cuidado. Y cuenta con lo que tiene ahorrado en el sistema BEPs, al que cotiza desde hace dos años. Ese es todo su capital para enfrentar el vendaval.

Realmente Rosa está acostumbrada a estar encerrada. Cuando no está metida en las casas de otros está recluida en la propia. Las únicas horas que no está encerrada dentro de las paredes de una casa son la que pasa metida en los buses y articulados de Trasmilenio, yendo y viniendo de un lado para otro.

Pero este es un encierro distinto, es de zozobra que cada día crece, observa Rosa. “Un estrés bastante grande para uno”, en sus palabras. Un encierro que en su caso debe ser estricto, eso lo tiene claro. Tal vez lo único que tiene claro. Por su padre, su mayor preocupación en este momento. Sabe que la mejor manera de cuidarlo es no permitiendo contagiarse ella, porque él no sale. En eso confía y a eso le apuesta. Solo lo queda entonces cuidarse y hacer malabarismos entre los dos agobios: la pobreza y el coronavirus.

“¿Que en qué ocupo yo las horas en esta cuarentena? Me la paso cocinando, barriendo, limpiando, desinfectando; luego vuelvo y barro, limpio y desinfecto. También atiendo lo que necesite mi papá, veo televisión, aunque me cansa ver tanto; o me pego del celular a chatiar con mis amigas que están igual que yo. Por eso ahora todas nos estamos buscando. O chateo con mis hijos, los dos que viven en Bogotá y la hija que vive en Caquetá con su marido, sin trabajo también los pobres por lo del virus”.

Así, pues, pasa sus horas por estos días de reclusión obligada la trabajadora doméstica Rosa Beltrán en Bogotá; en la brega de mantenerse a flote, ella y su papá; la misma brega esperanzada en la que ahora estamos todos los colombianos y el mundo entero.

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El negro panorama de Digna Murillo

Digna Murillo, empleada doméstica de piel negra afrodescendiente, nacida hace 42 años en Necoclí, costa del Urabá antioqueño, y hoy domiciliada en Medellín, se toma muy en serio la amenaza del coronavirus. Es su mayor miedo, entre los varios miedos que la abruman. Dice estar dispuesta a permanecer encerrada sola en su casa el tiempo que sea preciso; o que pueda, porque en estos tiempos de pandemia y derrumbe económico lo uno no necesariamente implica lo otro.

¿La razón? tiene su sistema respiratorio tocado, vulnerable, y ahí precisamente es donde ataca con más furia el Covid-19, lo sabe. Hace apenas dos años padeció una neumonía severa que la tuvo grave en la cama, casi se la lleva. Razón suficiente para pensar que puede ser presa fácil del virus si no se cuida. Y eso mismo piensan su familia y amigas, que conocen ese mal antecedente y no paran de mandarle mensajes alentadores.

“No le de papaya al virus, mija”, le aconsejan por el WhatsApp.

Y no dar papaya es encerrase en su casa en soledad, ella, que nunca ha estado más de 5 días sola en los veinte años que lleva en Medellín. Siempre ha tenido la compañía de alguno de sus hijos. Anderson de 25 años, ya casado y con familia en Necoclí, y Miguel, de 11 años. El primero lleva el apellido del papá, quien los abandonó tan pronto pudo, algo típico en esas tórridas tierras del Urabá, dice Digna. El segundo, que es de otro papá, no lleva de éste el apellido, lo que habla de la precariedad, no solo de su condición laboral, sino de la futilidad de sus relaciones con los hombres, con quienes –afirma– le ha ido como a los perros en misa.

 “Y para tener al lado un hombre, pero que una sea la que haga todo, mejor me quedo sola”, dice Digna, nombre éste que le viene de una abuela, que se llama igual allá en Necoclí.

Los veinte años que lleva viviendo en Medellín son los mismos que tiene en el servicio doméstico, porque no ha hecho otra cosa. Ingresó a este oficio por recomendación de una amiga. Los primeros dos años se empleó por días y temporadas en casa distintas, y los siguientes 18 años trabajó para una sola patrona en el barrio El Poblado.

Hasta cuando el desgaste natural de tantos años al servicio de una persona hizo mella en su relación laboral, y entonces empezaron los choques. Su patrona se tornó intolerante y regañona, inmamable. Así que decidió renunciar en diciembre de 2018, bien liquidada, por cierto, gracias a la asesoría que tuvo de Utrasd (Unión de Trabajadoras Afrocolombianas del Servicio Doméstico), sindicato al que está vinculada desde hace tres años.

Como no se podía quedar de brazos cruzados, con plata de su liquidación compró un carrito de comidas rápidas que ubicó en la puerta del colegio del barrio donde vive, Robledo Miramar, parte alta de la comuna noroccidental. Vendía chuzos, patacones y alitas de pollo en salsa barbiquiu, y le iba bien, todo lo que preparaba lo vendía. Hasta cuando Espacio Público la desplazó de su puesto por el riesgo del aceite hirviendo para los estudiantes del colegio. Le tocó vender su carrito y quedar desempleada.

Buscó empleo en casas, regó hojas de vida, hasta que en enero de este año una amiga le presentó a don Antonio, dueño con su hermano de un taller de confección de camisas en el mismo barrio Miramar. Digna le cayó bien al hombre, quien para colaborarle le dio empleo de medio tiempo, dividido entre su casa y el taller. Esto es, dos semanas haciendo aseo y cocinando el almuerzo en casa de don Antonio, solo en las mañanas, con sueldo de $150 mil la semana; y las otras dos semanas en el taller de confecciones en el terminado de las camisas, cobrando por prenda trabajada, lo que a la semana le representa apenas $100 mil porque le falta práctica. Total, en un mes Digna se gana $500 mil, si mucho.

O se ganaba, porque por la cuarentena ya no los gana, al igual que las 25 mujeres que laboran en el taller, todas encerradas en sus casas desde el martes de la semana pasada sin ningún ingreso porque su trabajo es a destajo, ganan por lo realizado. Con el agravante de que la emergencia tomó a Don Antonio por sorpresa y no alcanzó a despachar la mercancía terminada en la semana, por lo que el pago de ésta se quedó sin recaudar y Digna y las otras se tuvieron que ir a su casa sin esa platica. Pero por lo menos saben la tienen fija cuando se levante la cuarentena. Lo único a su favor es que ya pagó el mes de arriendo.

Para efectos de su encierro en cuarentena, con los víveres que tenía guardados y los que alcanzó a comprar se hizo a un mercado que, calcula, le aguante para tres semanas, si mucho. Después no sabe qué será de ella si la cuarentena se prolonga más de la cuenta, porque no tiene un peso. Quién sabe si le tocará salir al rebusque y a exponerse al monstruo invisible del Covid-19, esa será su difícil disyuntiva. O si don Antonio no se quiebra y puede volver a darle trabajo, algo que por ahora ve improbable.

“Cuando mi patrón me llamó lo noté muy preocupado y triste, porque él vive de la producción de su taller, y si no produce se quiebra”, concluye. Al igual que decenas de miles de microempresarios formales del país.

Y en su casa seguramente don Antonio tampoco la necesitará para que le haga el aseo y el almuerzo. “Él no se vara, cocina y sabe hacer todas las labores de dentrodería”, dice Digna, que bien lo conoce.

Y mientras espera que suceda lo que tenga que suceder, se entretiene leyendo la Biblia y los folletos que le entregan en su comunidad, porque Digna es cristiana. O lee los talleres y documentos que le entregan en Bien Humano, fundación que en Medellín apoya las reivindicaciones de las trabajadoras domésticas. O habla por el chad del WhatsApp y el Facebook con sus compañeras de Utrasd.

Y piensa que más benigno hubiese sido su encierro de poder contar con Lina, la amiga con quien comparte gastos de apartamento. Ésta trabaja de interna en una casa en Envigado, donde le ha tocado pasar la cuarentena también totalmente sola porque su patrona viaja mucho al exterior, y por allá anda. Su único trabajo en estos días de encierro –por el que por fortuna le paga su patrona– consiste en cuidar dos perritos mascotas, solo eso.

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