Por Jorge Giraldo Ramírez*
La convergencia de crisis económica y social, acelerada por la pandemia, está incubando una crisis política en gran parte del mundo. Este es un tema ampliamente analizado y previsto en las ciencias sociales en la última década. El reciente artículo de Nouriel Roubini, el afamado predictor de la crisis de 2008, es una alerta más, esta vez situada en Estados Unidos (“The Main Street Manifesto”, Project Syndicate, 24.06.20). El dato no es menor porque cuando Estados Unidos estornude Colombia y México, entre los países grandes de América Latina, entrarán en cuidados intensivos.
En este contexto, la propuesta del Consejo Privado de Competitividad —uno de los organismos más representativos del gran empresariado— no podía ser más inoportuna. En efecto, el “Informe Nacional de Competitividad 2019-2020” trae una serie de recomendaciones que destruirían la poca clase media que dejen las medidas tomadas para atajar el covid-19. Las líneas gruesas del capítulo sobre la eficiencia de los mercados indican que la meta sería bajar el salario mínimo, flexibilizar más la contratación, facilitar los despidos (en especial, los relacionados con problemas de salud), eliminar los intereses a las cesantías y eliminar la contribución patronal al sistema de compensación familiar.
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Los principales argumentos le achacan la alta informalidad al salario mínimo y al contrato de trabajo, y le quieren cobrar a los empleados la baja productividad nacional. Los dos problemas son ciertos, pero las soluciones estratégicas no están en sus recomendaciones. La informalidad estructural del país está asociada primordialmente a la inseguridad de los derechos de propiedad y a la debilidad del estado de derecho. La baja productividad se debe al proteccionismo imperante, al rentismo y a la baja inversión nacional en ciencia y tecnología. (En los último 90 años el único nuevo sector importante en generación de divisas son las remesas).
En estos puntos estratégicos, un gran segmento empresarial ha sido frío respecto a estas iniciativas estratégicas. Por ejemplo, la tarea del catastro rural se recibió con desgano solo porque había sido acordada con las Farc. Y la connivencia con lo peor de la clase política tradicional impide la modernización estatal. Lanzarse contra el salario mínimo y la compensación familiar es una prueba de que, a la hora de buscar alternativas, la tecnocracia privada solo se propone tareas fáciles, solo escoge peleas que les parecen fáciles; pero esta no la será: es una que se puede llevar por delante a la democracia liberal y sus pilares económicos.
Una flexibilización como la que se propone solo debería ponerse sobre la mesa cuando Colombia construya un sistema de protección social universal en el que un nivel básico de subsistencia no dependa del empleo. Agitarla y presentársela al gobierno nacional es inoportuno, contraproducente, pero, sobre todo, indecente.
*Soy miembro del Consejo Directivo de Comfama, pero mis opiniones solo me comprometen a mí. Este texto fue publicado originalmente en El Colombiano