Retos y demandas del movimiento campesino colombiano en los escenarios de pos-acuerdo
Por Eugenio Castaño
Área de Investigación de la ENS
Una de las buenas noticias que ilusiona al pueblo colombiano con el cese al fuego bilateral es el retorno al campo. Dejaremos de darle la espalda al campo y será un objetivo nacional superar la exclusión de la inmensa mayoría de la población campesina.
Este es el primero de una serie de artículos que la Agencia de Información Laboral y Sindical de la ENS publicará sobre las problemáticas sociales y laborales del campesinado colombiano. Aportará elementos para que las y los trabajadores participen de la deliberación que se abre en torno a los acuerdos de La Habana sobre desarrollo rural. Esta primera entrega da cuenta de las demandas del movimiento campesino en el ámbito del trabajo, enmarcadas en el heterogéneo y problemático contexto social y económico que viene desde la década de los años 90.
Si bien es cierto que tras el paro agrario de 2013 se logró un frágil acuerdo entre las partes, ello no oculta los conflictos, los reiterados incumplimientos, rupturas, dilaciones y malentendidos que han enmarañado el proceso de diálogo desde ese año hasta ahora; dilaciones que desencadenaron un nuevo paro campesino a finales de mayo de este 2016, definido como “la gran minga nacional”, esta vez por reivindicaciones que tienen que ver con el tema de tierras, minería y cultivos ilícitos.
Para líderes como Jimmy Moreno, vocero del Congreso de los Pueblos, la mayor preocupación gira en torno al impacto negativo de la economía minera sobre el trabajo agrícola, la cual, a su vez, pone en riesgo los recursos naturales y la propia supervivencia de las comunidades rurales. También la ley que establece las Zonas de Interés de Desarrollo Rural Económico y Social (Zidres) es motivo de preocupación, pues sienta las bases para despojar de tierras a los cultivadores para otorgárselas a los grandes empresarios nacionales y compañías trasnacionales.
Problemas y demandas del movimiento campesino
El mercado excesivamente fluctuante, sumado a la volatilidad de los precios de los alimentos, la caída de las exportaciones y las dinámicas de la violencia, han contribuido a la disminución, cada vez más acentuada, de los ingresos de los campesinos. De ahí las fuertes protestas protagonizadas por éstos (el paro de 2013 duró más de 50 días), agrupados bajo las banderas de Dignidades Agropecuarias y Cumbre Agraria. Para unos y otros las preocupaciones alrededor del trabajo y los ingresos tienen vinculación con otras problemáticas estructurales ligadas a la tierra, la infraestructura, los costos de producción, los proyectos productivos, entre otros.
De acuerdo con la versión de un líder de dignidades cafeteras, sus luchas no se enfocan en el reclamo de tierras, ni su epicentro de operaciones se ubica en zonas de frontera, como sí sucede con la otra vertiente de la Cumbre Agraria. Son básicamente reivindicaciones de tipo gremial, orientadas a enfrentar las condiciones negativas de los TLC y a promover mejores condiciones en términos de productividad e ingresos para el campesinado. Es decir, sus luchas giran en torno a la función social de la tierra y a la necesidad de enfrentar prácticas especulativas que entorpecen las aspiraciones de seguridad alimentaria y de trabajo digno en el sector rural.
Es en las zonas de frontera de reciente colonización, alejadas de los centros urbanos, donde se centran las luchas de Cumbre Agraria. Allí las reivindicaciones son por titulación de tierras y el trabajo en el campo. Se trata de regiones fuertemente golpeadas por el conflicto armado y el despojo, con precaria presencia del Estado y mayores dificultades en el otorgamiento de recursos y proyectos productivos capaces de garantizar ingresos dignos, infraestructura, siembra y transporte de productos agropecuarios.
De igual forma, el riesgo de la extranjerización de la tierra y de la expansión minera se cierne sobre los pequeños productores y asalariados rurales. De acuerdo con el testimonio de un líder de la Asociación Campesina de San José de Apartadó, adscrito a la Cumbre Agraria, este riesgo lo facilita la burocratización del proceso de titulación de tierras. Menciona como ejemplo el caso de Carepa, Antioquia, donde los procesos de legalización de tierras en favor de las multinacionales toman pocos días, mientras ese mismo proceso se dilata durante mucho más tiempo cuando el requerimiento lo impulsan los campesinos.
Asimismo, las características y condiciones del trabajo en sectores agrícolas donde muchos de los cultivos son de ciclos cortos y lo realizan pequeños productores, implica un análisis más amplio en aspectos como costos de producción, fluctuaciones de los precios en el mercado y otorgamiento de subsidios. Esto porque la simple posesión de la tierra no resuelve la problemática estructural de los campesinos. Para éstos, el eje central de la crisis reside en que cada vez que sale una cosecha al mercado los precios caen estrepitosamente, siendo muy inferiores a los costos de producción. De ahí que no pueden solventar los gastos de la seguridad social y sueldos dignos para los jornaleros y sus propias familias.
Así que la falta de formalización laboral no responde a una decisión deliberada de los pequeños productores, sino a que no tienen recursos suficientes para solventarla. Mientras que para los grandes productores sí es más fácil diseñar estrategias de formalización laboral. Por eso los campesinos demandan fondos públicos que permitan implementar la formalización del trabajo rural, y un precio mínimo de sustentación para los productos, la refinanciación de sus deudas, control a los precios de insumos, e impedir el desarrollo de la minería en lugares productivos.
Acuerdos negociados e incumplimientos
Las negociaciones con el Gobierno durante el 2013 arrojaron una serie de subsidios y créditos en favor de sectores como los productores cafeteros, arroceros, entre otros. No obstante, temas como el de la renegociación de los TLC y la economía minera en las zonas agrícolas han sido un serio obstáculo durante dichas negociaciones.
Con el sector agrupado como Cumbre Agraria se había acordado, entre otros aspectos, el impulso de proyectos productivos con apoyo del Gobierno, como una forma de favorecer con ingresos dignos los campesinos más pobres. Se les prometió apoyo a proyectos productivos capaces de brindar nuevas fuentes de empleo y apalancar la seguridad alimentaria. En San José de Apartadó, por ejemplo, el Gobierno prometió fortalecer las economías alimentarias de productos como el arroz, para así evitar los desplazamientos hacia los centros urbanos. Pero con el paso del tiempo este proceso se ha venido dilatando, lo que deja dudas la real intención del Gobierno de cumplir con lo pactado.
Como consideración final, es llamativo que las demandas de los campesinos se estén abriendo paso, pese a ser cuestionadas como irresponsables, poco ajustadas a la realidad y a las exigencias económicas de un mercado impersonal. Incluso se les ha acusado de tener intenciones “politiqueras” y de estar infiltrados por los grupos subversivos, lo que ha contribuido a que los noticieros lo consideren como un fenómeno de orden público.
Frente a este panorama, primero que todo es necesario reformular la política agraria con un enfoque territorial, de conformidad con los retos derivados de los acuerdos de La Habana, con la necesidad de fortalecer la seguridad agroalimentaria y los ingresos de los pequeños y medianos productores; y con la necesidad de construir un estatuto del trabajo que garantice mayor nivel de inclusión en las relaciones laborales en el sector rural.
En segundo lugar, es necesario impulsar políticas de formalización laboral con un enfoque de género y en beneficio de las y los asalariados sin tierra, que conduzca a una amplia cobertura de seguridad social, riesgos laborales y pensión. Y, en tercer lugar, auspiciar políticas públicas que faciliten y salvaguarden los procesos sindicales y organizativos del campesinado colombiano durante los escenarios de pos acuerdo.
Queda pues en manos del Estado colombiano garantizar el éxito del proceso de formalización y de obtención de unos mínimos de trabajo decente en provecho de los asalariados y los pequeños productores del campo. Debe asimismo crear un equipo de trabajo con la participación activa del movimiento campesino, y con las organizaciones sindicales, que evalúe los impactos económicos, sociales, culturales, ambientales y, por supuesto laborales, de la política rural nacional.