Por Víctor Báez Mosqueira, Secretario General de la CSA
La comunidad internacional debe ser consciente del peligro que corre el proceso de paz en Colombia.
No se puede iniciar esta exposición soslayando que los acuerdos entre el gobierno y las FARC contribuyeron a que las últimas elecciones se desarrollaran en un clima de normalidad como nunca antes, más allá de que las candidaturas representaban posturas fuertemente conflictivas entre sí.
Observadores internacionales y nacionales subrayaron que los comicios se desarrollaron con relativa normalidad, ocurriendo problemas localizados. Un amplio arco de fuerzas, desde el Uribismo hasta las FARC, redefinidas como partido político, participó de las urnas.
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Fueron a la segunda vuelta dos candidatos: Iván Duque, el vencedor, polarizando con temas que reabren cicatrices del conflicto armado, con su discurso basado en corregir «errores de las negociaciones de paz», y proponiendo también una agenda neoliberal para la economía. El otro, Gustavo Petro, con una trayectoria y una plataforma progresistas, -pero con un programa liberal de avanzada- representaba tanto la continuidad de los esfuerzos por la paz siguiendo la agenda ya iniciada, como una propuesta de transición social y ecológica para otro modelo de país que supere los conflictos provocados por el actual modo de producción predatorio, extractivista y socialmente excluyente.
Fue la primera vez en la historia de Colombia que una candidatura progresista, con el apoyo de la izquierda y algunos sectores liberales, llegó a la segunda vuelta, obteniendo más de 8 millones de sufragios, lo que significó 42% de los votos (mientras el postulante de la derecha obtuvo 54%, más de 10,3 millones electores). Para las dos cámaras del congreso fueron electas representaciones de fuerzas progresistas también en dimensiones inéditas (Partido Verde, Polo, Movimiento Progresista, Decentes, Farc). Aunque la conformación de esos espacios continúa siendo mayoritariamente conservadora o reaccionaria, es probable que, frente a los temas más candentes, el gobierno que asumió el 7 de agosto no tendrá una mayoría automática.
Sin embargo, hay iniciativas por parte de la coalición que ganó las elecciones que colocan nuevas tormentas en el horizonte político. La principal es la que, bajo el pretexto de corregir problemas en lo que fue acordado en el proceso de paz, propone cambiar lo que fue firmado para restar seguridad jurídica. Está bajo ataque la JEP, Jurisdicción Especial para la Paz, es decir, el espacio judicial donde los contendientes – tanto de la guerrilla como de las fuerzas armadas- que hayan cometido crímenes, deben confesarlos para poder obtener beneficios y librarse de las sanciones del código penal ordinario. Se excluyeron los terceros civiles presuntamente responsables de delitos de lesa humanidad, por las presiones del Uribismo.
El argumento del expresidente Álvaro Uribe, quien encabezó todos los intentos por obstruir la paz antes de su firma, es que la JEP es un beneficio inaceptable para los terroristas que deberían estar encarcelados. Además de suprimir pura y simplemente la JEP, de inmediato encaminó a retirar a los militares de esa jurisdicción, muy a pesar de que estos ya se están acogiendo a la JEP voluntariamente. En realidad, lo que teme es que jefes militares acusados de crímenes de lesa humanidad informen sobre el submundo de la contrainsurgencia, ya que bajo su gobierno eran realizadas operaciones ilegales. Fue el caso de los «falsos positivos» en los que se mataba a inocentes y se les inventaba un prontuario como si fueran de las FARC, para engrosar las estadísticas de los «éxitos» de la lucha contra la guerrilla. También, pretende evitar que personas postuladas por las FARC, y electas por el pueblo colombiano para el Senado y Cámara, asuman curules hasta que hayan sido procesadas.
La prisa por retirar a los militares del proceso de la JEP es que varios de ellos podrían querer contar a la Justicia Especial para la Paz, no solamente los detalles de los asesinatos perpetrados, sino también quien dio las órdenes para tales operaciones. Muchos dedos podrían apuntar al propio Uribe.
Pero la amenaza a la paz firmada -y respaldada por al menos la mitad de la población- no ha quedado apenas en la iniciativa legislativa. Sectores políticos reaccionarios, y sus aliados los paramilitares, ahora entusiasmados con su victoria electoral, están provocando una ola creciente de asesinatos políticos y amenazas de muerte. Fueron 130 líderes sociales asesinados en lo que va del año, de los cuales 13 eran sindicalistas. Desde la firma de los acuerdos de paz el número de asesinados asciende a 320, de los cuales 68 eran exguerrilleros reinsertados como parte de los acuerdos firmados.
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Ya desde antes del plebiscito sobre la paz, las organizaciones sindicales y sociales más representativas de Colombia manifestaban preocupación por la ola de asesinatos y amenazas de muerte (que también suman cientos, y más de 90 contra sindicalistas). Es que ya comenzaban a versen casos de reclamos para la devolución de tierras que habían sido despojadas a campesinos o exigencias de reparación de otros derechos que habían sido conculcados. La reacción de los grupos de derecha ha sido la de siempre: seguir acallando los reclamos sociales a balazos, en un ambiente de total impunidad, acicateados por las posturas belicistas del bloque uribista y del presidente electo, hijo putativo político de Álvaro Uribe Vélez.
La coyuntura en las últimas semanas ha sumado un nuevo factor: La Corte Suprema de Justicia decidió abrirle proceso penal al expresidente y senador reelecto Uribe, por una serie de crímenes en relación al intento de manipulación de testigos en casos judiciales en los que se vio involucrado por presunta participación en la parapolítica.
Se sabe desde hace muchos años que fuerzas políticas que hoy arropan al senador Uribe presentan vínculos con grupos armados irregulares (“Autodefensas Armada de Colombia», conocidos también como «paramilitares» o «paras”) que organizaban el sicariato al servicio de intereses políticos, para eliminar adversarios e intimidar a poblaciones. Mas de 200 procesos judiciales contra Uribe colocan esa verdad una vez más sobre el tapete en casos que aún siguen en la impunidad.
Es hora de que la comunidad internacional concentre su atención en Colombia y exponga ante el mundo los escollos que algunos sectores políticos colombianos ponen al cumplimiento del Acuerdo de Paz y a la profundización del proceso de democratización. La paz será sólida solo si se eliminan realmente las causas que originaron la guerra: la alta concentración de la tierra y la falta de garantías políticas. La continuación del conflicto seguirá beneficiando a aquellos que ya lucraron bastante con cinco décadas de lucha fratricida, como los terratenientes y varias grandes empresas, incluyendo algunas multinacionales.
Está pendiente aún el cierre de la negociación con el ELN y la eliminación definitiva de esas “autodefensas» paraestatales que siembran el terror en las comunidades. Lo primero será imposible si fracasa la paz con las FARC y lo segundo será muy difícil por el comportamiento belicista y revanchista de los grupos predominantes de la derecha política de ese país, aliados del Uribismo.
No dejemos que la paz en Colombia sea sólo la firma de un documento para que todo siga siendo igual. Traigamos a la memoria lo que ha pasado, por ejemplo, con Guatemala, donde se acordó el armisticio, pero siguen muy presentes las condiciones de injusticia que llevaron a ese pueblo centroamericano a la guerra civil. La preservación de la paz y la democracia es un compromiso de la comunidad internacional. Colombia no puede ser la excepción.
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