La economía feminista

Imagen de referencia tomada de El Periódico

La autora habla de la economía feminista, del valor que tiene el trabajo de las mujeres para la sociedad

Por Natalia Moreno Salamanca*

Parece increíble que, en la mitad de una pandemia, donde ha sido evidente el valor económico y social del trabajo doméstico, alguien se atreva a desafiar esa realidad. Las extenuantes jornadas de trabajo en casa nos han hecho re-valorar y re-significar la necesidad social de los cuidados como proceso fundamental para la sostenibilidad de la vida. Previo a la pandemia las mujeres destinaban en promedio ¡siete horas y media al día! a estos trabajos.

Justamente eso es lo que por décadas ha teorizado la Economía Feminista. La contribución de este abordaje está en hacer visible lo que por siglos no vieron “los economistas”: la producción y el trabajo de las mujeres. Y por fortuna ya no es solo una apuesta feminista, como lo anota la profesora de la Universidad de Cambridge Diane Coyle en The New York Times

Tan es así que Joseph Stiglitz, Amartya Sen (premios nobel) y Jean Fitoussi publicaron hace ya 10 años un informe para el gobierno francés en el que reconocen que existen “numerosos servicios que los hogares producen por sí mismos, no tenidos en cuenta en los indicadores oficiales de ingresos y de producción, y que sin embargo constituyen un aspecto importante de la actividad económica” (), aludiendo a los trabajos de cuidado no remunerados. Incluso, desde 1960, otro nobel, Gary Becker, ya había desarrollado la teoría de “la nueva economía familiar”, reconociendo a los hogares como unidades de producción, no solo de consumo.

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El reconocimiento del valor económico y social de los trabajos de cuidado ha sido la apuesta central de las economistas feministas a través de la historia -muchas veces ignoradas, pero otras veces escuchadas, incluso en instancias internacionales donde se construye el marco estadístico de las cuentas nacionales (el cálculo del PIB).

Las Naciones Unidas, la Comisión Europea, la Ocde, el FMI y el Banco Mundial reconocen que la preparación de comidas, el cuidado de personas y la limpieza de las viviendas son actividades productivas que integran la frontera general de la producción, por lo cual se insta a los países a desarrollar cuentas satélites para medir el trabajo no remunerado. Colombia fue el primer país de América Latina en elaborar la cuenta satélite de economía del cuidado por Ley, iniciativa de Cecilia López, Gloria Ramírez y posterior respaldo de Ángela Robledo (Ley 1413/2010).

Incluso, si ignoramos la existencia de las cuentas satélites, decir que lo que no se convierte en dinero no crea valor económico es absolutamente falso. El PIB incluye tres tipos de producción: 1) la de mercado: valorada con precios que pasan por la sanción social del mercado; 2) la de no mercado: dimensionada por la suma de sus costos, por ejemplo, los servicios del gobierno que no se compran ni venden y 3) la producción de uso final propio: valorada con los precios que bienes o servicios similares tienen en el mercado, por ejemplo, granos, frutas, café y otros bienes y servicios consumidos por las mismas personas que los producen. En este sentido, desde 2013 la OIT reconoce que el trabajo es más amplio que el empleo.

La creación de valor económico no está sujeta a su monetización. La propuesta de re-evaluar la teoría del valor centrada sólo en las transacciones de mercado ya ha sido ampliamente acogida en el mundo. La Asociación Internacional de Economía Feminista, fundada en 1992, con casi 30 congresos internacionales y una revista indexada de alto nivel (Feminist Economist), es prueba de ello.

La economía, como ciencia social, es susceptible de transformarse conforme se dan las luchas políticas en la sociedad. Darle voz al trabajo de las mujeres y evidenciar los privilegios de la división sexual del trabajo es un eje central de la economía política del Siglo XXI.

Columnas como la del profesor Cataño muestran la persistencia del androcentrismo económico: la idea de que el “sujeto económico” son hombres “libres”, que no necesitan cuidados ni los proveen, y cuyo único fin es maximizar su utilidad. Nos motivan a seguir visibilizando las contribuciones de la economía feminista y a seguir formando a las nuevas generaciones en ella. Somos, aunque le pese al profesor, economistas feministas.

*Con la colaboración de Paola García-Ruiz, economista y magíster en estudios políticos latinoamericanos

Esta columna fue publicada originalmente en La República

Natalia Moreno Salamanca

Profesora de Economía Feminista en la Escuela de Estudios de Género de la Universidad Nacional. Economista y magister en Estudios de Género. Integrante de la Mesa de Economía Feminista de Bogotá y del grupo Género y Justicia Económica. Investigadora en temas de economía del cuidado y política fiscal con enfoque de género.

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