El problema agrario y los derechos de libertad sindical en Colombia

Imagen de referencia tomada de Semanarural.com

El autor explica las razones del problema agrario en Colombia y lo vulnerable que son los trabajadores en el sector agrario colombiano.

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Por Héctor Vásquez Fernández. Analista ENS

La población trabajadora del campo no sólo es la más pobre del país en materia de ingresos, sino también la más excluida en materia de protección social, como lo señala el siguiente cuadro:

Tenemos entonces que, en 2018, el 36.1% de la población del campo se encontraba en situación de pobreza monetaria, frente a un promedio nacional del 27%. Y en situación de pobreza extrema o indigencia estaba el 15.4% de la población, frente a un promedio nacional del 7.8%.

Por otra parte, apenas el 14% de la población trabajadora se encontraba afiliada a los regímenes de pensiones y riesgos laborales, en tanto que, a salud en calidad de aportantes, estaba afiliado únicamente el18%.

Esta situación tiene relación con dos factores: el acceso a la tierra y al trabajo decente.

Sobre el primer factor, todos los estudios serios coinciden en que esta situación es producto de una estructura de tenencia y uso de la tierra completamente irracional e ineficiente. Un estudio de Oxfam encontró que Colombia es el país de América Latina con mayor concentración en la tenencia de tierra.

Según este estudio, en Colombia el 1% de las fincas de mayor tamaño tienen en su poder el 81% de la tierra, en tanto que el 19 % de la tierra restante se reparte entre el 99% de las fincas. Ante esta situación Oxfam concluye que en Colombia un millón de hogares campesinos viven en menos espacio del que tiene una vaca para pastar. Asimismo señala que de los 43 millones de hectáreas con uso agropecuario, 34,4 se dedican a la ganadería (80%), y solo 8,6 a la agricultura. Otro dato: el 0,1% de las fincas que superan las 2.000 hectáreas ocupa el 60% de la tierra. Las mujeres tienen titularidad solo sobre el 26% de las tierras.

La concentración de la tierra la ha agravado la violencia y la falta de una reforma rural integral, a la cual se han opuesto de manera sistemática ganaderos y terratenientes. En 1960 el 29% de Colombia era ocupado por fincas de más de 500 hectáreas, en 2002 la cifra subió a 46%, y en 2017 escaló al 66%. El 42,7% de los propietarios de los predios más grandes dicen no conocer el origen legal de sus terrenos.

El experto Alejandro Reyes, refiriéndose a las características de la tierra ocupada por la mayor parte de la población campesina pobre, dice:

“El hecho de que el campesinado ocupe tierras pendientes erosionables de las cordilleras andinas, tiene consecuencias ambientales negativas sobre los valles fértiles, especialmente afecta la recarga de acuíferos, disminuye los caudales de ríos y quebradas, erosiona los suelos y colmata los cauces del sistema hídrico en los valles, lo que genera inundaciones en invierno. Las consecuencias sociales son el empobrecimiento de los campesinos y el atraso económico de las regiones afectadas. Que la población ocupe regiones de colonización en las selvas amazónica y pacífica conlleva la expansión de cultivos ilícitos y la financiación de grupos armados, además de la destrucción de ecosistemas sin vocación agraria ni ganadera, salvo en los valles aluviales, como el Guaviare”.

Y con respecto a la tributación que los sectores ricos del campo hacen a las finanzas del Estado, Salomón Kalmanovitz dijo recientemente:

“Entre las razones para que sea rentable acumular tierras, está que no hay que pagar impuestos sobre ella. El impuesto predial en la mayor parte de los municipios del país es bajo y el catastro o no está levantado en el 28% del territorio, o está atrasado en más de 30 años en otro 57% del mismo. La propiedad subvalorada paga también muy poco del impuesto a la riqueza que las reformas tributarias imponen de vez en cuando, en forma siempre temporal. Otra razón es que la paciencia paga: eventualmente el Estado llegará a construir carreteras e interconectará la electricidad, que valorizarán las tierras que se benefician del gasto público, al que poco contribuyeron estos privilegiados”.

La estructura de la propiedad y el uso irracional de la tierra, se reflejan en el impacto que el sector agropecuario ha perdido en el desarrollo económico. Hasta antes de 1990 la incidencia de este sector en el PIB era del 22.3%; en 2002 ya había bajado al 12.15%, y ahora estamos con una participación del 6.27%.[1]

Adicionalmente, en los 12 años que lleva la negociación y entrada en vigencia de los Tratado de Libre Comercio, crecieron más las importaciones de productos agropecuarios: 43.34% (3.7% promedio año), que las exportaciones: 26.6% (2.4% promedio año). Estas últimas se concentran principalmente en café, flores y banano. En 2018 el país importó 8´735.555 toneladas de productos agropecuarios, cuando en 2007 se importaron 5´260.837 toneladas de estos mismos productos. Significa un incremento en volumen del 66% (5.5% promedio año).

Ingresos y calidad del trabajo en el sector agropecuario

Los datos del DANE y del Ministerio del Trabajo indican que en las zonas rurales el ingreso per cápita de los hogares es apenas el 42% del salario mínimo, y que el ingreso promedio de los trabajadores es apenas el 72.6% del salario mínimo.[2]

Estos bajos ingresos explican fenómenos como el trabajo infantil, que en el campo es del 11.8%. ¡304.553 niños y niñas trabajan¡, el doble de la tasa a nivel nacional, que es del 5.9%.

En 2019 trabajaban en el campo 3´485.226 personas: asalariados 30.8%, independientes o trabajadores por cuenta propia 52.3%. Figuran además 717.248 personas como “trabajadores sin remuneración”, el 20.6% del empleo total de esta división, mayoritariamente mujeres (66.25%).

La condición de los trabajadores por cuenta propia está ligada al acceso a la tierra, al tamaño y calidad de la misma, a la competitividad de los productos que cultivan, y a las posibilidades de acceso a mercados, tecnología, conocimiento, crédito, infraestructura… Es decir, al acceso a políticas públicas.

Por su parte, las condiciones de vida y de trabajo de la población asalariada del campo tienen que ver, por lo menos, con tres factores. Uno es la calidad del empleo, en el sentido de que tenga pleno reconocimiento de los derechos que consagra la legislación laboral.

Dos, la competitividad de las diversas actividades agropecuarias, en el sentido de su capacidad para generar riqueza o valor agregado, una condición ligada a la calidad y eficiencia de las políticas públicas para el sector.

Y tres, la manera como se distribuye la riqueza generada entre los actores que intervienen en la actividad: el trabajo, mediante la remuneración que reciben los trabajadores; el capital, mediante la remuneración que reciben los propietarios de la tierra y los cultivos (ingreso mixto y excedente de explotación); y el Estado, vía impuestos.

Sobre la calidad del empleo asalariado en el sector agropecuario, un indicador nos lo da la afiliación al sistema de riesgos laborales, el único sistema que publica información de afiliación por actividades económicas. Según Fasecolda, en 2019 estaban afiliados a este sistema 501.886 trabajadores asalariados del campo, que corresponden al 50.5% del total. Los trabajadores independientes afiliados a este sistema representan apenas el 1.8% de los trabajadores por cuenta propia del campo. Lo que quiere decir, una prevalencia del trabajo ilegal del 49.5% (¡!), entendido este como el que no reconoce derechos básicos de los trabajadores: salario mínimo, descansos remunerados, vacaciones, cesantías y primas legales, dotación, y afiliación a la seguridad social: salud, riesgos laborales, pensiones y cajas de compensación familiar.

Aquí la principal causa es que el Estado no cumple su papel de proteger y hacer cumplir los derechos que la legislación laboral le reconoce a los trabajadores, una función esencial que el Ministerio del Trabajo debe cumplir a través de la función de inspección del trabajo, lo que les facilita a muchos empleadores imponer condiciones de trabajo por fuera de la ley, pues están seguros de que eso nos les trae ninguna consecuencia legal.

Este trabajo precario y por fuera de la ley es una característica general en la mayoría de las actividades del sector agropecuario. Ocurre en la actividad del cultivo y beneficiadero del café, en los cultivos de cereales y oleaginosas (trigo, arroz, leguminosas, frijol, lentejas, arveja, soja, maní, girasol, maíz y el lino), en la silvicultura y explotación de madera, o en la pesca. Aunque también se presenta en actividades agrícolas más modernas, ligadas a la exportación, como la ganadería, el sector avícola, el cultivo y corte de caña y sector palmero, actividades en las que el trabajo por fuera de la ley supera al 80%.

Sobre el reparto de la riqueza producida por el trabajo en el sector agropecuario y pesca, entre el trabajo (remuneraciones), el capital (ingreso mixto y excedente de explotación) y el Estado (impuestos), las Cuentas Nacionales elaboradas por el DANE dan el siguiente resultado:

En promedio para todo el sector a los trabajadores les corresponde el 24.7%, al capital el 75.9% y al Estado el 0.56%. Aquí la peor distribución se presenta en las actividades de pesca: 94% para el capital y 6.9% para el trabajo; en la ganadería: 86.8% para el capital y 14% para el trabajo; en la silvicultura la relación es 74.9% y 25.6%; y en actividades conexas a la agricultura es 71.2% para el capital y 29.2% para el trabajo. [3]

Estos datos indican la precariedad laboral que campea en las zonas rurales del país, las zonas con el mayor pobreza monetaria y pobreza extrema, y con el mayor nivel de desigualdad en la distribución de la tierra. Paradójicamente, los sectores dominantes en estas regiones (terratenientes, ganaderos y grandes empresarios agrícolas, comerciantes y transportadores) tienen una sobre representación en términos políticos, que les permite controlar alcaldías, gobernaciones, concejos municipales, dumas departamentales, congreso de la república, y ministerios e instituciones estatales claves para impulsar políticas públicas para el sector, como el Min-agricultura, el Banco Agrario, Finagro y otras.

Lo que muestran los datos es que esta influencia política sólo ha servido para fortalecer los intereses rentísticos de los sectores dominantes, que se valen de su poder para capturar el Estado y ponerlo a su servicio, e impedir, a como dé lugar, reformas radicales que transformen el sector. Mientras para el resto de la población el Estado está ausente, como lo indica, entre otros factores, la precaria inspección del trabajo que se hace.

Los derechos de libertad sindical en el campo

La alta informalidad del empleo asalariado y la desigual distribución de la riqueza generada por el trabajo en este sector agropecuario, es consecuencia, entre otros factores, de la poca capacidad que tienen los trabajadores para incidir de manera eficaz en la política públicas sobre el sector, y en la determinación de los salarios y demás condiciones de trabajo y de empleo. Baja capacidad que es consecuencia de la escasa sindicalización y negociación colectiva.

En el sector agropecuario colombiano apenas el 2.6% de los trabajadores está afiliado a un sindicato, la mitad de la tasa de sindicalización a nivel nacional, que a su vez es una de las más bajas del planeta. Son apenas 89.415 trabajadores afiliados en 522 sindicatos, como se observa en la tabla siguiente:

Sobre la baja tasa de sindicalización en el campo inciden, por un lado, los altos niveles de trabajo informal, y por otro, los graves problemas de violencia en amplias regiones agrarias del país, en las que se ha impuesto una cultura antisindical que no tolera la organización autónoma de los trabajadores. Del total de sindicatos registrados, 404, el 77.4% corresponde a organizaciones que agrupan principalmente campesinos y pequeños productores, las cuales contaban con 40.610 afiliados, el 45.4% del total de afiliados en el sector rural y el 2.2% de los trabajadores por cuenta propia. Por su parte, los trabajadores asalariados sumaban 48.805, el 54.6% del total, lo que representa una tasa de afiliación del 4.5% respecto del total de este tipo de trabajadores. La mayoría de los sindicatos del sector, 419 (80.3% del total) son pequeños, con menos de 100 afiliados. Éstos afiliaban únicamente al 19.2% del total. Además predomina la dispersión y atomización, incluso entre organizaciones sindicales que pertenecen a una misma central o confederación. Éstas no tienen entre sí articulación, ni siquiera para la negociación colectiva, situación que debilita su capacidad de incidencia.

En relación con el Diálogo Social,[1] en el sector agropecuario están vigentes 362 convenciones colectivas en 252 empresas, con una cobertura aproximada de 32.942 trabajadores, el 3.1% de los asalariados y el 0.9% de los trabajadores totales del sector agropecuario[2].

En general, el diálogos social con sindicatos auténticos apenas tiene presencia en  252 empresas del sector agropecuario del país, dato que si lo cruzamos con el número de empresas que tienen trabajadores afiliados al sistema de riesgos laborales (36.200 según Fasecolda), representa apenas el 0.7% de las empresas. Quiere decir que el diálogo social, en su expresión más eficaz, la negociación colectiva, tanto por su cobertura como por las empresas donde tiene presencia, es prácticamente marginal en el sistema de relaciones laborales del sector.

La presencia sindical y la negociación colectiva se dan principalmente en la actividad bananera. En la región de Urabá la cobertura es del 100% de los trabajadores bananeros. También en los sectores flores, palma, caña de azúcar y avícola, en los que los sindicatos son minoritarios y la cobertura de las convenciones aplica sólo a los trabajadores afiliados. Hay regiones como el oriente antioqueño, con alto predominio de cultivos de flores, donde los sindicatos prácticamente no existen.

En estas actividades aplica también la misma situación del sector bananero: que, aunque los sindicatos son minoritarios y negocian únicamente para sus afiliados (una exclusión que imponen las empresas), las condiciones de trabajo que tiene en general los trabajadores están de alguna manera impactadas por la presencia de los sindicatos y de la negociación colectiva.

En otras actividades agrarias el sindicalismo es prácticamente inexistente, principalmente en trabajadores de cultivos transitorios (café, maíz, arroz, entre otros), actividades en las que los trabajadores son reclutados por temporadas en condiciones bastante precarias, sin el reconocimiento de los derechos establecidos en la legislación laboral.

En la ganadería, que es una actividad permanente, los trabajadores son contratados por días en condición de jornaleros, y en general no se les reconocen derechos laborales, y las organizaciones sindicales están proscritas por una patronal profundamente antisindical.

En la pesca predomina la actividad artesanal, que se realiza de manera solitaria, o como actividad comunitaria, pero predominantemente informal. Aunque existen algunas empresas pesqueras, no ha sido posible conformar sindicatos en ellas por la fuerte cultura antisindical de los empleadores.

Y en la actividad maderera, que se realiza principalmente de manera informal e ilegal, históricamente sólo han existido dos sindicatos: el de Triplex Pizano, en la parte de la manufactura, y el de Maderas del Darién, empresa filial de Pizano.

Los acuerdos de paz y la posibilidad de trasformación del campo

El punto uno de los acuerdos con las FARC, que permitieron la desmovilización de esta guerrilla y terminar un conflicto armado de más de 50 años, se denomina “Hacia un nuevo campo colombiano: reforma rural integral”.

En esta parte del acuerdo, el gobierno reconoce que implementar las políticas acordadas van a permitir “reversar los efectos del conflicto y cambiar las condiciones que han facilitado la persistencia de la violencia en el territorio”.

Ambos actores reconocen que el desarrollo rural integral es determinante para impulsar la integración de las regiones y el desarrollo social y económico equitativo del país. Dice el acuerdo:

“Una verdadera transformación estructural del campo requiere adoptar medidas para promover el uso adecuado de la tierra de acuerdo con su vocación y estimular la formalización, restitución y distribución equitativa de la misma, garantizando el acceso progresivo a la propiedad rural de quienes habitan el campo y en particular a las mujeres rurales y la población más vulnerable, regularizando y democratizando la propiedad y promoviendo la desconcentración de la tierra, en cumplimiento de su función social.”

La única referencia específica a los trabajadores asalariados del campo en el acuerdo, se refiere a “la generación de empleo e ingresos, la dignificación y formalización del trabajo”, bajo el entendido de que el 80% del trabajo en el campo es informal y más de la mitad de los trabajadores tienen ingresos inferiores a un salario mínimo. De todas maneras, la implementación de este punto del acuerdo va a impactar de manera directa en las condiciones del trabajo asalariado, y en el mejoramiento de la calidad de vida de todos los trabajadores y trabajadoras del campo. Las empresas van a contar con un entorno más favorable para inversiones en cuanto a infraestructura y mercados, y los trabajadores y trabajadoras del sector tendrán más facilidad para educarse y organizarse, y de esta manera incidir con mayor claridad en sus respectivos entornos laborales.

El problema con la implementación de estos acuerdos es que ya no está el gobierno que los suscribió, y el partido de gobierno que ganó las elecciones es un enemigo declarado de los acuerdos. Antes que implementarlos se ha propuesto su obstaculización permanente y sistemática, tal como quedó consignado en el plan de desarrollo del gobierno de Duque y en el presupuesto aprobado, en el que únicamente se destina el 0.71% del total para el sector agropecuario.

Por ello se requiere de toda la población, y en especial de quienes participaron activamente en el respaldo y aprobación de los acuerdos, la movilización más amplia y constante, que permita que finalmente comiencen a implementarse estos acuerdos, que responden con gran coherencia al diagnóstico de los problemas estructurales que presenta el sector y que ya hemos reseñado.


[1] Según la OIT, los otros componentes del Diálogo Social son la concertación, la consulta y el intercambio de información. Además de las convenciones colectivas, en el sector agropecuario están vigentes 114 pactos colectivos y 6 contratos sindicales. Sin embargo, aunque este tipo de contratos colectivos de trabajo figuran en la legislación laboral, no se trata en ningún sentido de procesos reales de diálogo social, una de cuyas condiciones es, precisamente, la existencia de organizaciones sindicales fuertes y autónomas. Lo que hay son estrategias patronales para evitar el surgimiento de sindicatos representativos y autónomos, o para la reducción de costos laborales.

[2] El dato es aproximado, debido a que en la información que entrega el Ministerio del Trabajo sobre el depósito de las convenciones, no siempre aparece diligenciada la casilla de cobertura o de trabajadores a los que aplica el convenio.

[1] DANE, Colombia, PIB por secciones de la CIIU adaptada a Colombia. Precios corrientes, 1990 – 2005p.

[2] Fuente: DANE, Encuesta Nacional de Presupuesto de los Hogares 2016/2017. Ministerio del trabajo, FILCO.

[3] DANE: Cuentas Nacionales anuales, cuadros de oferta y utilizaciones, base 2015.

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Héctor Vásquez Fernández

Héctor Vásquez Fernández es Socio y fundador de la ENS. Exmiembro del Comité Ejecutivo de la Cut Antioquia. Docente, investigador y asesor de la ENS. Experto en temas sindicales y laborales

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